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martes, 18 de diciembre de 2018
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domingo, 2 de diciembre de 2018
Poemas de El fuego hacia la luz y Avenidas del tiempo, de Izara Batres
Breve nota biográfico-literaria sobre la autora:
Izara Batres (Madrid, 1982) es escritora, poeta, Doctora en Literatura por la Universidad Complutense de Madrid, y profesora de Literatura en dos universidades privadas.
Entre los premios literarios que ha recibido, están el XXXVI Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo, por su poemario Tríptico (2016); el Premio "Talentos" de El País (2007), o el premio de ensayo "El mundo de Sofía" de la Editorial Siruela (2004).
Es autora de seis libros publicados de poesía, narrativa y ensayo -Avenidas del tiempo (2009), El fuego hacia la luz (2011), Confesiones al psicoanalista (2012), ENC o el sueño del pez luciérnaga (2014), Cortázar y París: Último round (2014)-, y de diferentes artículos académicos, trabajos periodísticos y guiones de cine y teatro.
I.
Una
esfinge,
sobre
el milagro nocturno
de
la tierra azul,
baja
sus párpados de infinito y arena.
Se
suceden los instantes, las liras.
Despacio,
el tiempo cierra el libro
de
la luz y la belleza.
Algún
deseo lejano, de medianoche,
volando
hacia la inmensidad del fuego,
se
derrama en versos.
El
poeta y el tiempo,
como
en una persecución errática,
mueren
de suicidio,
por
exceso de amor a la vida.
II.
Juega con tu tristeza, chiquillo.
Ovíllate
en un claroscuro, fuera del mundo.
Coge
el calor y la rabia,
la
furia de tus cenizas,
y
abre la herida.
Pinta
con sangre en las paredes de los que no te verán,
para
quitarte del rostro esa luna ahogada y vieja.
Haz
pedazos los relojes, los olores, los recuerdos.
No
volverán para arreglar lo que hicieron.
Pero
tú no te marcharás jamás.
III.
La nada,
que se extiende
del silencio hacia el silencio,
destejiendo el
horizonte de mis días,
se hace
especialmente insoportable en las cenizas del otoño.
Cuando las horas
pesan como heridas.
Se descuelga del
vacío y hace suyo el salón,
donde solía
tocar melodías al calor del fuego.
Sobre el piano,
deja siempre un destello de dolor.
El nombre que
aprendí a sepultar junto a mi vida.
Como ya no respiro,
dejo que el humo de la pipa
entre y salga.
Me asomo al
exterior de mis sentidos, quedan atrás.
La nada.
En un desgarro
miserable de silencio.
Me ha impuesto
con sigilo, con lentitud de años, el eco de la oscuridad y del tiempo.
No me deja
componer.
No quiere irse.
IV.
Es
la noche del tigre,
puedo
escuchar su lamento,
desde
el nido sanguíneo
del
pez luciérnaga.
Es
la hora del último baile
en
la jungla del asfalto,
donde
ya las manos se repartieron
el
juego decisivo.
Los
restos del día se descomponen.
Y,
después de la velada,
no
quedará la risa de los bebés
ni
la epidemia del náufrago.
Después
de la fiebre del sueño,
no
estaremos ni tú ni yo,
ni
esa exultante autenticidad
que
amanecía en tus ojos.
Ven
conmigo, observa cómo el núcleo de la tierra
se
descompone,
el
cielo torcido cae a pedazos,
fermentación
del musgo embrutecido.
Quizá
podamos escapar por el intersticio,
mientras
la bestia oscura perpetra
la
última náusea.
Y
no estaremos para ver desfilar bajo las llamas
a
los no muertos de la no guerra.
No
veremos el sol enfermo ni la robotización
de
las hadas,
ni el látigo de la totalidad
sobre
la piel del siglo.
Quédate
fuera.
Porque,
pronto, los ojos de polvo
acecharán
a la manada,
y
verás a los niños relinchar como grotescos
monstruos
bovinos,
y
verás a una jauría de hombres crecer y retorcerse,
como
el gusano obsceno de los animales muertos;
vomitarán
murmullos de pólvora,
coágulos
que
cerrarán los huecos.
No
podremos respirar.
No
podremos salir.
Ejércitos
autómatas, de carne mórbida,
como
un espejismo viscoso de ceniza,
devorarán
los recodos de las horas,
en
la edad de los durmientes.
Sobre
las ruinas se erigirá la desproporción
de
los colosos grises,
sembrados
de ojos glaucos,
elevándose
entre la niebla
como
gigantescas tenazas de hormigón;
mástiles
herrumbrosos en la entraña de las aves.
La
leche de tus pechos será gasolina;
y
te venderán y te harán pequeña
hasta
someterte al juicio del metal.
No
podrás sonreír.
No
serás.
La
garza húmeda del miedo nos seccionará
la garganta.
No
hay color en las nubes;
han
matado, hasta el último resquicio
de
irisación.
Escucho
el rugido,
se
acerca la noche del tigre.
Último
vals del sueño y el tiempo
en la ciudad de
los vampiros.
V.
Avenidas del tiempo
La luna está creciendo, con la nítida irrealidad
de un globo onírico.
Tiene un asombroso
resplandor febril
que inunda la
tierra.
Cuando cesa el rumor
de su eco destrozado,
el mar se convierte
en piedra.
Las
calles,
las inmensas
circunferencias que gravitan
cerca del núcleo,
vuelan en pedazos.
Y la ceniza de hielo
baña la superficie;
su luz es blanca.
La muerte de una
sonrisa exangüe.
Como en las mejores
puestas de sol,
el aire tiene,
entonces, una claridad distinta.
Lo que sentimos, lo
que creemos;
todo lo que hemos
visto, lo que hemos escrito
conforma una
gigantesca burbuja de sentido.
Oscila, igual que el
universo, en el inquietante juego
del azar,
junto al frío del
invierno,
por los senderos
malditos, elevados
como gotas
suspendidas
en un instante de
eternidad.
Y es, simplemente, como el primer día
y el primer destello,
naciendo, en su lujo impertinente,
del dolor y del fuego.
Ese crepitar del infinito que vienen a ser,
absurdamente,
las avenidas del tiempo.
VI.
Recordad
los días de luz,
mientras
el mar conserve su latido
y
las aves vuelen contra la brisa,
hacia
el origen de las mareas.
Cuando
el cosmos deje de filtrarse por el agujero
del
sueño,
el
bramido de la nada
ensordecerá
la tierra.
Pintad
los nuevos alfabetos centenarios
en
el rigor de la pausa de un zumbido
de
abeja.
Escribid,
en la fusión del cielo y el suelo,
la
tempestad cristalizada,
donde
una coma es mañana, el libro y la hoguera,
y
las tres de la tarde, y un tacto de anís sin tregua,
y
la caricia de la piel
escondida
en la otra piel.
Recordad
el relámpago que hizo temblar la teoría,
elevándose
por encima de otro vendaval de arena.
Y
cómo, desde el tiempo abierto,
se
escribió poesía,
accediendo,
entre sílabas,
al
suceso esponja.
Regresad
la belleza desnuda de aquellos días.
Dibujad la imagen
que nadie verá,
la
pasión, la región infinita
de
donde brotan la verdad y el dolor
que
buscamos sin tregua.
Ya
no queda ese amor, al final
de
las avenidas.
No
olvidéis.
No
dejéis a la polilla entrar.
Recordad
los días de luz,
cuando
el soñador inventaba el tejido,
porque
la fibra seca del hormigón
no tiene
porosidad.
VII.
Desde
el tren vi una luz
que
se erigía sobre la tierra cobriza,
igual
que el jinete púrpura naciendo
del
último fuego.
Se
acercaba, galopando
sobre
la almendra de la llanura,
donde
las piedras desimantadas tejían su dolor
y
su fortaleza.
Y
en el crepúsculo sólido, vigilante,
quería
dejar un momentáneo beso.
Apenas
una caricia del aliento
que
la implacable invisibilidad
del
sentido
olvidó en la raíz
de la tierra.
VIII.
Don Quijote
El mundo te hizo parecer un loco estupendo, Quijote.
Tú
lo sabías.
En
esa cabeza otoñal de molinos gastados,
y
libros antiguos;
de
sueños y ausencias,
tus
ojos veían más allá del tiempo.
Allí
donde los relojes se deshacen
hasta
tocar el infinito del absurdo.
Allí
donde mueren, entumecidas,
las
raíces de una historia degenerada,
buscaste
el sentido.
Buscaste
un sentido.
Querías
encontrar la belleza y plasmarla,
fijarla
en un molde, y mantenerla.
Qué
incorrección, pensabas,
creer
que no era posible.
Y
lo intuías,
el
tiempo dibujaría al loco estupendo.
En
tu mirada infinita creías saberlo,
como
una voz mínima susurrando,
desde
la verdad del ser:
“Es
el mundo el que va al revés, Don Alonso Quijano.
No
es usted”.
IX.
A
la ceniza,
a
los famélicos crisantemos,
al
agua de un mar estancado
que
soñó con ser algo más que alberca.
Al
eco de otra realidad,
a
un sueño extinguido;
al
atardecer de una visión
que
se derrama sobre el asfalto.
A
un zapato viejo y gris,
al
trueno enmudecido,
al
desmantelado agujero del infinito
cosido
de polvo;
a
un grito que no tiene
giro
postal en la luna,
a
la concesión de los espectros,
al
invierno loco,
al
amor,
cabalgando
hacia el último verso imposible.
A
este cielo que, hace tiempo,
decapitó
sus estrellas.
A
la desproporción del carrusel
pervertido,
que
gira y se diluye hacia la nada.
Adiós.
Firmado: el
sentido
X.
El
tigre tiende su zarpa
hacia
la brutal enredadera,
no
sabe que la hoja es compañera de la nube;
y
en el silencio inmediato,
la
lluvia inicia un mensaje sin tregua;
el
tigre se aleja, se hace diminuto;
en
unos instantes regresará
convertido en
pantera.
XI.
Yo
he visto atardeceres nubosos
como
el halo del deseo
en
una fugaz respiración de invierno.
He
contemplado cómo una mirada
puede
ensordecer
la
ira del clima.
Y
tus manos han acariciado, numerosas veces,
esta
pátina del olvido
que
ofrece un vulgar otoño.
O
el primer recodo del frío,
al
final de una calle de Nueva York.
Te
quiero porque te vuelves rojo cuando el aire
ha
exhalado el último hilo de niebla,
cuando
ya no quedan heridas,
y
el cielo apaga el vendaval del mar,
tras
la búsqueda.
He
amado muchas veces tu espléndida frente recia
que
no naufraga,
el
nuevo estallido de las espinas.
Por
esto y por otras cosas,
porque
he visto caer el telón
sin
que el mundo se despierte y pueda ver la obra,
amo
tu sinfonía al vaivén del fragor desordenado.
Cuando
la última estrella ha puesto en el rosado crepúsculo
un poco más de
fantasía.
XII.
CANCIÓN DE CUNA
Luz de la nube sin fin.
Desde mi cama
veo pasar las nubes del cielo y
el tiempo.
La luz entra por el balcón y
derrama
su dulce hilo trágico de
recuerdos.
Tal vez, la cuna sigue
meciéndose.
No lo hago yo. No puedo.
No me muevo de esta cama
y de esa nube.
Nuestro precioso, precioso niño
sin dientes...
Hace tiempo que no le oigo llorar.
Antes, venían esas mujeres
con abrigos negros;
y le mecían, y hablaban tan alto.
Y yo quería que se fueran,
que nos dejaran solos,
que nos dejaran dormir.
Las grietas en las paredes
se abrían como heridas,
se tragaban el aire,
encendían el llanto extenuado,
hambriento,
el chillido de los pájaros,
posados en el balcón,
en
los amaneceres de ceniza y de hielo.
Escombros de naturaleza caliente.
Gritos,
rompiéndose,
en los oídos, en las entrañas,
en todo el universo,
mientras se confundían los
ángulos
del espacio y del tiempo.
Oía la cuna moverse,
muy despacio,
con un gemido lento y amargo.
Y quería levantarme a mecerlo.
Quería levantarme.
La noche era una garganta
infinita
que crujía bajo el suelo.
Nos dejaron dormir.
Ahora me miras desde el gris
triste del papel,
los ojos hechizados de estrellas.
Me susurras…
viejos sueños, viejos recuerdos
que se perdieron como líneas de
luz dibujadas
un instante en la niebla.
Mi amor, no te sientas triste;
sus sábanas rotas lo arrullan en
silencio.
La luna febril se asoma a la
ventana,
enferma de amor y de sangre.
Pero ya no trae gritos,
sólo una noche herida de abismo,
tan sigilosa, que duele.
Antes me ovillaba para
protegerme,
cantaba muy bajito;
cantaba esa canción del
gramófono, ¿recuerdas?
¿Recuerdas
cuando bailábamos?
y te reías,
y yo me ponía ese vestido
blanco...
La música era leve, la escucho
cada día, cada minuto, en mi
cabeza.
Cada segundo.
Le cantaba a esa cuna rota.
Y él levantaba sus bracitos
y sonreía.
Si le hubieras visto, parecía un
ángel.
Yo le cantaba canciones hermosas,
los sueños que escribiste para
él.
Hacía frío...
(¿Recuerdas el vestido blanco?).
Cuando ocurrió, hacía frío.
Entraron esos pájaros
después del último estallido.
(¡La música, aquella música,
aquella música hermosa!).
Y ya nada pudo evitar el aullido
del cilantro,
ni la bestial geometría del
cuervo, ni el hedor,
ni la gélida pulsación que
decapitó los días.
Una hiedra lenta pudrió los
muebles,
la nube se instaló en el salón,
se dislocaron
las notas confusas que componían
la belleza
y la alternativa, una sola daga
rígida
dividió la sangre.
La cuna dejó de moverse.
Ya no tenía frío.
Pero seguí meciendo la cuna,
seguí cantando, para que
pudiéramos dormir,
para que pudiéramos respirar.
Cantaba
y mecía la cuna.
Ahora, sólo tengo sueño.
Huele a humedad,
como si hubiera llovido durante
siglos
sobre la tierra.
El sol encharca, otra vez, la
habitación,
con trazos de luz y de sombra;
susurra, desde el crepitar
diminuto,
su ruido de polvo sobre la luz,
su murmullo perverso e
interminable.
No se va, aunque apriete fuerte.
No quiere irse.
Pero eso ya no importa...
Le meceré, le daré de comer,
y volverá a sonreír,
y jugará con el caballito.
¿Dónde está ese caballo blanco de
cartón?
No estés triste, mi vida, ni por
un instante.
Son días hermosos. Días felices,
para nuestro precioso, precioso
niño
que
ya no llora.
XIII.
MANHATTAN BLUES
Dame
la mano.
Ven
conmigo para que te explique la fina trama de la ironía.
¿No
es verdad que, a punto de la noche,
cuando
el cielo se convierte en un océano de luces
bajo
la ciudad de Nueva York,
tú
enciendes un cigarro y respiras,
y
dejas que las cosas bailen al compás de algún viejo blues?
¿Es
cierto que, todavía, en Central Park
se
desintegran los cometas,
y,
más tarde, caminando por la Quinta Avenida,
los
árboles son de otoño?
Tú
nunca me contaste el secreto invisible
para
hacer de esta distancia lo que hicimos;
para
que, una vez, desde la ventana de uno de esos rascacielos
le
dieras la vuelta a mi vida.
Es
gracioso que recuerdes los paseos por Greenwich Village
entrelazados
con la sutil fábula de niñez.
Y
el puente de Brookling,
como
un gigantesco caballo épico,
dorado
y llameante,
cabalgando
sobre las aguas de fuego, al atardecer.
La
noche es una descomunal alfombra de versos
que
has desnudado y tendido a nuestros pies
infinitas veces,
con
un solo gesto de tus dedos.
Un
solo brillo infinito con el que admirabas
los
objetos de las tiendas antiguas,
y
esa febril emoción
de
las hermosas tardes de primavera frente al lago,
suspendidas
en el tiempo.
Pero
aquella pastelería,
en
la que fuimos unos deliciosos chalados
en
busca del aroma blando y caliente, al amanecer,
se
ha confundido, absurdamente,
con
el hormigón,
silenciada,
como una estructura sin ojos.
Y
nosotros…
¿nos
hemos perdido?
Cuéntame
esa pequeña inconsistencia
que
te convierte en lo que me ayuda a respirar.
Me
pareces de brisa cuando te imagino
con
una copa elegante en la mano,
música
jazz en tu apartamento de Frank Lloyd Wright,
el
cuerpo esbelto, la gabardina,
y
una mirada de miel, infinita, a través del cristal,
derramando
melancolía
sobre
las calles y los ritmos de Nueva York.
Memorias
agridulces de los días felices,
del
frenético esplendor en las avenidas,
y
la sucesión de lunas y esfinges
que
habitan las noches de la gran ciudad.
¿Crecerán,
esta vez, las flores de primavera en Little
Italy?
¿Regresarás
a ese laberinto de imágenes
que
es Broadway con la 42?
Escríbeme
un verso y yo te regalo
la mejor de mis sinfonías.
Tal
vez así lleguemos al acuerdo perfecto;
ése
que no divide nuestros tiempos y nuestras vidas.
Y
quizá yo esté ahí;
quizá
yo llegue a mirarte desde la risa cálida,
bajo
las ramas floridas o desnudas de los árboles,
en
una de las cuatro esquinas.
Quizá
esté enfrente, esperando,
con
un ramo de flores, y el cuello de mi abrigo largo
desplegado,
al modo de un dandi,
mientras
los coches pasan,
y
las mujeres bajan las escaleras con sus tacones.
Y
entonces, tal vez, te recordaré con esa sonrisa tímida,
pero
súbitamente turbadora,
el
viento de Manhattan revolviéndote el cabello,
y,
al fondo, el Hudson, y la antigua melodía del puerto.
Tus
manos sobre el abrigo, mientras corres,
sólo
una imagen fugaz,
juego
de luces, los cables del puente,
algún
turista en pinceladas,
yo
diría estupideces;
y
tus ojos sonreirían, con esa particular forma de contención
que
abarca el mundo.
Ignoro
si aquel aroma de hibisco sigue perfumando
el
trozo de parque que nos prometimos,
mientras
sonaba la vieja canción de jazz.
Pero
déjame decirte que, una vez, tuvimos…
Quizá,
una vez tuvimos
ese
irónico, leve destello
que anuncia la
eternidad.
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