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viernes, 4 de febrero de 2022

Taller de poesía

 Lunes de 16 a 17 horas


Despacho: 1.309 del edificio D de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid


Acceso gratuito

Cupo 10 personas


Metodología

  •  lectura y comentario de poemas ajenos y propios
  • escritura de poemas
  • asistencia a recitales y representaciones teatrales
  • visitas culturales

Coordina: Antonio Barnés. Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la Universidad Complutense



Reservar plaza en anbarnes@ucm.es

domingo, 2 de diciembre de 2018

Poemas de El fuego hacia la luz y Avenidas del tiempo, de Izara Batres



Breve nota biográfico-literaria sobre la autora:

Izara Batres (Madrid, 1982) es escritora, poeta, Doctora en Literatura por la Universidad Complutense de Madrid, y profesora de Literatura en dos universidades privadas.
Entre los premios literarios que ha recibido, están el XXXVI Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo, por su poemario Tríptico (2016); el Premio "Talentos" de El País (2007), o el premio de ensayo "El mundo de Sofía" de la Editorial Siruela (2004).
Es autora de seis libros publicados de poesía, narrativa y ensayo -Avenidas del tiempo (2009), El fuego hacia la luz (2011), Confesiones al psicoanalista (2012), ENC o el sueño del pez luciérnaga (2014), Cortázar y París: Último round (2014)-, y de diferentes artículos académicos, trabajos periodísticos y guiones de cine y teatro.

I.

Una esfinge,
sobre el milagro nocturno
de la tierra azul,
baja sus párpados de infinito y arena.
Se suceden los instantes, las liras.
Despacio, el tiempo cierra el libro
de la luz y la belleza.
Algún deseo lejano, de medianoche,
volando hacia la inmensidad del fuego,
se derrama en versos.
El poeta y el tiempo,
como en una persecución errática,
mueren de suicidio,
por exceso de amor a la vida.
  

II.

Juega con tu tristeza, chiquillo.
Ovíllate en un claroscuro, fuera del mundo.
Coge el calor y la rabia,
la furia de tus cenizas,
y abre la herida.
Pinta con sangre en las paredes de los que no te verán,
para quitarte del rostro esa luna ahogada y vieja.
Haz pedazos los relojes, los olores, los recuerdos.
No volverán para arreglar lo que hicieron.
Pero tú no te marcharás jamás.



III.

La nada,
que se extiende del silencio hacia el silencio,
destejiendo el horizonte de mis días,
se hace especialmente insoportable en las cenizas del otoño.
Cuando las horas pesan como heridas.
Se descuelga del vacío y hace suyo el salón,
donde solía tocar melodías al calor del fuego.
Sobre el piano, deja siempre un destello de dolor.
El nombre que aprendí a sepultar junto a mi vida.
Como ya no respiro, dejo que el humo de la pipa
entre y salga.
Me asomo al exterior de mis sentidos, quedan atrás.
La nada.
En un desgarro miserable de silencio.
Me ha impuesto con sigilo, con lentitud de años, el eco de la oscuridad y del tiempo.
No me deja componer.
No quiere irse.



IV.

Es la noche del tigre,
puedo escuchar su lamento,
desde el nido sanguíneo
del pez luciérnaga.
Es la hora del último baile
en la jungla del asfalto,
donde ya las manos se repartieron
el juego decisivo.
Los restos del día se descomponen.
Y, después de la velada,
no quedará la risa de los bebés
ni la epidemia del náufrago.
Después de la fiebre del sueño,
no estaremos ni tú ni yo,
ni esa exultante autenticidad
que amanecía en tus ojos.
Ven conmigo, observa cómo el núcleo de la tierra
se descompone,
el cielo torcido cae a pedazos,
fermentación del musgo embrutecido.
Quizá podamos escapar por el intersticio,
mientras la bestia oscura perpetra
la última náusea.
Y no estaremos para ver desfilar bajo las llamas
a los no muertos de la no guerra.
No veremos el sol enfermo ni la robotización
de las hadas,
ni el látigo de la totalidad
sobre la piel del siglo.
Quédate fuera.
Porque, pronto, los ojos de polvo
acecharán a la manada,
y verás a los niños relinchar como grotescos
monstruos bovinos,
y verás a una jauría de hombres crecer y retorcerse,
como el gusano obsceno de los animales muertos;
vomitarán murmullos de pólvora,
coágulos
que cerrarán los huecos.
No podremos respirar.
No podremos salir.
Ejércitos autómatas, de carne mórbida,
como un espejismo viscoso de ceniza,
devorarán los recodos de las horas,
en la edad de los durmientes.
Sobre las ruinas se erigirá la desproporción
de los colosos grises,
sembrados de ojos glaucos,
elevándose entre la niebla
como gigantescas tenazas de hormigón;
mástiles herrumbrosos en la entraña de las aves.
La leche de tus pechos será gasolina;
y te venderán y te harán pequeña
hasta someterte al juicio del metal.
No podrás sonreír.
No serás.
La garza húmeda del miedo nos seccionará
la garganta.
No hay color en las nubes;
han matado, hasta el último resquicio
de irisación.
Escucho el rugido,
se acerca la noche del tigre.
Último vals del sueño y el tiempo
en la ciudad de los vampiros.



V.

Avenidas del tiempo

La luna está creciendo, con la nítida irrealidad
de un globo onírico.
Tiene un asombroso resplandor febril
que inunda la tierra.
Cuando cesa el rumor de su eco destrozado,
el mar se convierte en piedra.
Las calles,    
las inmensas circunferencias que gravitan
cerca del núcleo,
vuelan en pedazos.
Y la ceniza de hielo baña la superficie;
su luz es blanca.
La muerte de una sonrisa exangüe.
Como en las mejores puestas de sol,
el aire tiene, entonces, una claridad distinta.
Lo que sentimos, lo que creemos;
todo lo que hemos visto, lo que hemos escrito
conforma una gigantesca burbuja de sentido.
Oscila, igual que el universo, en el inquietante juego
del azar,
junto al frío del invierno,
por los senderos malditos, elevados
como gotas suspendidas
en un instante de eternidad.
Y es, simplemente, como el primer día
y el primer destello,
naciendo, en su lujo impertinente,
del dolor y del fuego.
Ese crepitar del infinito que vienen a ser,
absurdamente,
las avenidas del tiempo.


VI.

Recordad los días de luz,
mientras el mar conserve su latido
y las aves vuelen contra la brisa,
hacia el origen de las mareas.
Cuando el cosmos deje de filtrarse por el agujero
del sueño,
el bramido de la nada
ensordecerá la tierra.
Pintad los nuevos alfabetos centenarios
en el rigor de la pausa de un zumbido
de abeja.
Escribid, en la fusión del cielo y el suelo,
la tempestad cristalizada,
donde una coma es mañana, el libro y la hoguera,
y las tres de la tarde, y un tacto de anís sin tregua,
y la caricia de la piel
escondida en la otra piel.
Recordad el relámpago que hizo temblar la teoría,
elevándose por encima de otro vendaval de arena.
Y cómo, desde el tiempo abierto,
se escribió poesía,
accediendo, entre sílabas,
al suceso esponja.
Regresad la belleza desnuda de aquellos días.
Dibujad la imagen que nadie verá,
la pasión, la región infinita
de donde brotan la verdad y el dolor
que buscamos sin tregua.
Ya no queda ese amor, al final
de las avenidas.
No olvidéis.
No dejéis a la polilla entrar.
Recordad los días de luz,
cuando el soñador inventaba el tejido,
porque la fibra seca del hormigón
no tiene porosidad.


VII.

Desde el tren vi una luz
que se erigía sobre la tierra cobriza,
igual que el jinete púrpura naciendo
del último fuego.
Se acercaba, galopando
sobre la almendra de la llanura,
donde las piedras desimantadas tejían su dolor
y su fortaleza.
Y en el crepúsculo sólido, vigilante,
quería dejar un momentáneo beso.
Apenas una caricia del aliento
que la implacable invisibilidad
del sentido
olvidó en la raíz de la tierra.

  

VIII.

Don Quijote

 

El mundo te hizo parecer un loco estupendo, Quijote.

Tú lo sabías.
En esa cabeza otoñal de molinos gastados,
y libros antiguos;
de sueños y ausencias,
tus ojos veían más allá del tiempo.
Allí donde los relojes se deshacen
hasta tocar el infinito del absurdo.
Allí donde mueren, entumecidas,
las raíces de una historia degenerada,
buscaste el sentido.
Buscaste un sentido.
Querías encontrar la belleza y plasmarla,
fijarla en un molde, y mantenerla.
Qué incorrección, pensabas,
creer que no era posible.
Y lo intuías,
el tiempo dibujaría al loco estupendo.
En tu mirada infinita creías saberlo,
como una voz mínima susurrando,
desde la verdad del ser:
“Es el mundo el que va al revés, Don Alonso Quijano.
No es usted”.



IX.

A la ceniza,
a los famélicos crisantemos,
al agua de un mar estancado
que soñó con ser algo más que alberca.
Al eco de otra realidad,
a un sueño extinguido;
al atardecer de una visión
que se derrama sobre el asfalto.
A un zapato viejo y gris,
al trueno enmudecido,
al desmantelado agujero del infinito
cosido de polvo;
a un grito que no tiene
giro postal en la luna,
a la concesión de los espectros,
al invierno loco,
al amor,
cabalgando hacia el último verso imposible.
A este cielo que, hace tiempo,
decapitó sus estrellas.
A la desproporción del carrusel
pervertido,
que gira y se diluye hacia la nada.
Adiós.
Firmado: el sentido

X.

El tigre tiende su zarpa
hacia la brutal enredadera,
no sabe que la hoja es compañera de la nube;
y en el silencio inmediato,
la lluvia inicia un mensaje sin tregua;
el tigre se aleja, se hace diminuto;
en unos instantes regresará
convertido en pantera.


XI.

Yo he visto atardeceres nubosos
como el halo del deseo
en una fugaz respiración de invierno.
He contemplado cómo una mirada
puede ensordecer
la ira del clima.
Y tus manos han acariciado, numerosas veces,
esta pátina del olvido
que ofrece un vulgar otoño.
O el primer recodo del frío,
al final de una calle de Nueva York.
Te quiero porque te vuelves rojo cuando el aire
ha exhalado el último hilo de niebla,
cuando ya no quedan heridas,
y el cielo apaga el vendaval del mar,
tras la búsqueda.
He amado muchas veces tu espléndida frente recia
que no naufraga,
el nuevo estallido de las espinas.
Por esto y por otras cosas,
porque he visto caer el telón
sin que el mundo se despierte y pueda ver la obra,
amo tu sinfonía al vaivén del fragor desordenado.
Cuando la última estrella ha puesto en el rosado crepúsculo
un poco más de fantasía.


XII.

CANCIÓN DE CUNA

Luz de la nube sin fin.
Desde mi cama
veo pasar las nubes del cielo y el tiempo.
La luz entra por el balcón y derrama
su dulce hilo trágico de recuerdos.
Tal vez, la cuna sigue meciéndose.
No lo hago yo. No puedo.
No me muevo de esta cama
y de esa nube.
Nuestro precioso, precioso niño sin dientes...
Hace tiempo que no le oigo llorar.
Antes, venían esas mujeres
con abrigos negros;
y le mecían, y hablaban tan alto.
Y yo quería que se fueran,
que nos dejaran solos,
que nos dejaran dormir.
Las grietas en las paredes
se abrían como heridas,
se tragaban el aire,
encendían el llanto extenuado, hambriento,
el chillido de los pájaros,
posados en el balcón,
en los amaneceres de ceniza y de hielo.
Escombros de naturaleza caliente.
Gritos,
rompiéndose,
en los oídos, en las entrañas,
en todo el universo,
mientras se confundían los ángulos
del espacio y del tiempo.
Oía la cuna moverse,
muy despacio,
con un gemido lento y amargo.
Y quería levantarme a mecerlo.
Quería levantarme.
La noche era una garganta infinita
que crujía bajo el suelo.
Nos dejaron dormir.
Ahora me miras desde el gris triste del papel,
los ojos hechizados de estrellas.
Me susurras…
viejos sueños, viejos recuerdos
que se perdieron como líneas de luz dibujadas
un instante en la niebla.
Mi amor, no te sientas triste;
sus sábanas rotas lo arrullan en silencio.
La luna febril se asoma a la ventana,
enferma de amor y de sangre.
Pero ya no trae gritos,
sólo una noche herida de abismo,
tan sigilosa, que duele.
Antes me ovillaba para protegerme,
cantaba muy bajito;
cantaba esa canción del gramófono, ¿recuerdas?
¿Recuerdas cuando bailábamos?
y te reías,
y yo me ponía ese vestido blanco...
La música era leve, la escucho
cada día, cada minuto, en mi cabeza.
Cada segundo.
Le cantaba a esa cuna rota.
Y él levantaba sus bracitos
y sonreía.
Si le hubieras visto, parecía un ángel.
Yo le cantaba canciones hermosas,
los sueños que escribiste para él.
Hacía frío...
(¿Recuerdas el vestido blanco?).
Cuando ocurrió, hacía frío.
Entraron esos pájaros
después del último estallido.
(¡La música, aquella música, aquella música hermosa!).
Y ya nada pudo evitar el aullido del cilantro,
ni la bestial geometría del cuervo, ni el hedor,
ni la gélida pulsación que decapitó los días.
Una hiedra lenta pudrió los muebles,
la nube se instaló en el salón, se dislocaron
las notas confusas que componían la belleza
y la alternativa, una sola daga rígida
dividió la sangre.
La cuna dejó de moverse.
Ya no tenía frío.
Pero seguí meciendo la cuna,
seguí cantando, para que pudiéramos dormir,
para que pudiéramos respirar.
Cantaba y mecía la cuna.
Ahora, sólo tengo sueño.
Huele a humedad,
como si hubiera llovido durante siglos
sobre la tierra.
El sol encharca, otra vez, la habitación,
con trazos de luz y de sombra;
susurra, desde el crepitar diminuto,
su ruido de polvo sobre la luz,
su murmullo perverso e interminable.
No se va, aunque apriete fuerte.
No quiere irse.
Pero eso ya no importa...
Le meceré, le daré de comer,
y volverá a sonreír,
y jugará con el caballito.
¿Dónde está ese caballo blanco de cartón?
No estés triste, mi vida, ni por un instante.
Son días hermosos. Días felices,
para nuestro precioso, precioso niño
que ya no llora.

XIII.

MANHATTAN BLUES

Dame la mano.
Ven conmigo para que te explique la fina trama de la ironía.
¿No es verdad que, a punto de la noche,
cuando el cielo se convierte en un océano de luces
bajo la ciudad de Nueva York,
tú enciendes un cigarro y respiras,
y dejas que las cosas bailen al compás de algún viejo blues?
¿Es cierto que, todavía, en Central Park
se desintegran los cometas,
y, más tarde, caminando por la Quinta Avenida,
los árboles son de otoño?
Tú nunca me contaste el secreto invisible
para hacer de esta distancia lo que hicimos;
para que, una vez, desde la ventana de uno de esos rascacielos
le dieras la vuelta a mi vida.
Es gracioso que recuerdes los paseos por Greenwich Village
entrelazados con la sutil fábula de niñez.
Y el puente de Brookling,
como un gigantesco caballo épico,
dorado y llameante,
cabalgando sobre las aguas de fuego, al atardecer.
La noche es una descomunal alfombra de versos
que has desnudado y tendido a nuestros pies
infinitas veces,
con un solo gesto de tus dedos.
Un solo brillo infinito con el que admirabas
los objetos de las tiendas antiguas,
y esa febril emoción
de las hermosas tardes de primavera frente al lago,
suspendidas en el tiempo.
Pero aquella pastelería,
en la que fuimos unos deliciosos chalados
en busca del aroma blando y caliente, al amanecer,
se ha confundido, absurdamente,
con el hormigón,
silenciada, como una estructura sin ojos.
Y nosotros…
¿nos hemos perdido?
Cuéntame esa pequeña inconsistencia
que te convierte en lo que me ayuda a respirar.
Me pareces de brisa cuando te imagino
con una copa elegante en la mano,
música jazz en tu apartamento de Frank Lloyd Wright,
el cuerpo esbelto, la gabardina,
y una mirada de miel, infinita, a través del cristal,
derramando melancolía
sobre las calles y los ritmos de Nueva York.
Memorias agridulces de los días felices,
del frenético esplendor en las avenidas,
y la sucesión de lunas y esfinges
que habitan las noches de la gran ciudad.
¿Crecerán, esta vez, las flores de primavera en Little Italy?
¿Regresarás a ese laberinto de imágenes
que es Broadway con la 42?
Escríbeme un verso y yo te regalo
la mejor de mis sinfonías.
Tal vez así lleguemos al acuerdo perfecto;
ése que no divide nuestros tiempos y nuestras vidas.
Y quizá yo esté ahí;
quizá yo llegue a mirarte desde la risa cálida,
bajo las ramas floridas o desnudas de los árboles,
en una de las cuatro esquinas.
Quizá esté enfrente, esperando,
con un ramo de flores, y el cuello de mi abrigo largo
desplegado, al modo de un dandi,
mientras los coches pasan,
y las mujeres bajan las escaleras con sus tacones.
Y entonces, tal vez, te recordaré con esa sonrisa tímida,
pero súbitamente turbadora,
el viento de Manhattan revolviéndote el cabello,
y, al fondo, el Hudson, y la antigua melodía del puerto.
Tus manos sobre el abrigo, mientras corres,
sólo una imagen fugaz,
juego de luces, los cables del puente,
algún turista en pinceladas,
yo diría estupideces;
y tus ojos sonreirían, con esa particular forma de contención
que abarca el mundo.
Ignoro si aquel aroma de hibisco sigue perfumando
el trozo de parque que nos prometimos,
mientras sonaba la vieja canción de jazz.
Pero déjame decirte que, una vez, tuvimos…
Quizá, una vez tuvimos
ese irónico, leve destello
que anuncia la eternidad.







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